Efectos perversos

Viví muchos años en Bélgica, uno de los paradigmas europeos del Estado de Bienestar. Entonces el país era famoso porque sus autopistas, además de gratuitas, estaban iluminadas de tal manera que casi era lo mismo conducir de día que de noche.

Para los belgas la gente se dividía entre los del primer mundo, los ricos, los del tercer mundo, los pobres y el cuarto mundo, los asistidos, los parados, los que vivían gracias al Estado.

El sistema de un paro indefinido o de una subvención mínima para subsistir y otros tipos de ayudas de los servicios sociales de los ayuntamientos tenía como consecuencia que muchos de los beneficiados vivieran en esas condiciones per secula seculorum. ¿Para qué trabajar si el Estado asumía lo básico: casa, calefacción y una cantidad mensual que permitía comer? La sanidad y la educación eran gratuitas para quienes no tenían ingresos; más que eso, los estudiantes recibían una ayuda económica por estudiar. Así se fue creando un colectivo numeroso llamado cuarto mundo, donde se condensaban todos los males: falta de educación, nula motivación para mejorar, alcholismo y sobretodo una absoluta dependencia de los servicios sociales de la Administración.

Ya en esos años, hablo de hace casi 30, este fenómeno recibió el nombre de “efecto perverso del Estado de Bienestar”. Sin ánimo de entrar en el gran debate que parece ponerse de moda sobre la dosis exacta de liberalismo o de intervencionismo que deben tener nuestras sociedades modernas, sí parece oportuno pensar que, en materia de igualdad, no todas las responsabilidades son atribuibles a papa Estado.

Los educadores, psicopedagogos, psicólogos, expertos en igualdad, abogados de familia y expertos en violencia de género llevan ya mucho tiempo insistiendo en que el hogar -la familia- es el espacio educativo por excelencia y que en ningún caso los padres pueden trasladar su responsabilidad sobre el comportamiento de sus hijos a los centros educativos y al profesorado.

Los estereotipos, los roles de género, el “azul para el niño y rosa para la niña” inician su sutil e incansable labor de adoctrinamiento en el seno familiar. Ya pueden los educadores y el propio centro escolar realizar un trabajo encomiable para inculcar valores de igualdad y de respeto que si en casa no se recorre el mismo camino de poco servirá.

Cierto es que nos encontramos con el problema de que al Estado, a las administraciones públicas se les pide ayuda y apoyo, casi siempre económico,  y no que vigile nuestra capacidad de educar a los hijos. Eso sería intervenir en la vida privada.

Hace poco una profesora de secundaria me decía que el problema no sólo eran los adolescentes, sino sus padres que no ejercían ningún tipo de control sobre sus hijos. Por cansancio, por falta de autoridad o de tiempo, los jóvenes campan a sus anchas en la red con todas las puertas abiertas, sin filtros ni criterios, consumiendo de la misma manera, incluso al mismo tiempo, música, moda o porno duro…

En Bélgica el efecto perverso estaba limitado a un colectivo de la población… ¿Qué pasa cuando un efecto indeseado alcanza a una gran mayoría de las familias?