Islandia

Cuando en España se implantó la prohibición de fumar en locales públicos, pensamos casi todos (sobre todo los adictos) que sería casi imposible que se aplicase y se respetase una medida tan tajante. Esto fue por el año 2010.

 A casi nadie se le ocurriría hoy fumarse el pitillo tras café en la cafetería del lugar de trabajo, en la peluquería o en la sala de espera del dentista.

Seguramente la clave en esta mayoritaria aceptación o resignación sea que detrás de la medida -dolorosa para muchos- está el sentido común y la lógica.

Me parece que los islandeses deben haber aplicado un criterio similar al decidir por ley la supresión de la brecha salarial, la diferencia de sueldos entre hombres y mujeres.

Así, a partir de este año que se inicia las empresas con más de 25 trabajadores que apliquen esta discriminación salarial serán sancionadas económicamente.

 ¿Quién se atreve hoy por hoy a justificar una diferencia salarial de género en España? ¿Algún empresario reconocería abiertamente que le paga más al hombre que a la mujer por un trabajo similar? Permitanme que lo dude.

Todos creemos que, evidentemente, es de justicia que se cobre lo mismo. Sin embargo las estadísticas están ahí: España tiene entre el 16 y el 19% de brecha salarial, más o menos como la media del resto de Europa.

Islandia, este  pequeño país de tan sólo 340.000 habitantes, es hoy conocido por ser el país más avanzado en materia de igualdad de sexos y paridad.

Con esta medida el gobierno de coalición de conservadores del partido Independencia,  el partido Progreso y Los Verdes, con su primera ministra Katrin Jakobsdottir, cumple con su promesa contenida en el programa electoral.

Esto no es una casualidad, ni tampoco el simple fruto de contar con una primera ministra (no es la primera vez). El movimiento de las islandesas por acabar con la diferencia de salarios viene de lejos. Lo llevan reclamando con huelgas femeninas desde el año 1975.

Cabe pensar, por tanto, que en estos 42 años el discurso en favor de la igualdad salarial ha penetrado en las conciencias, pero que aún así el legislador debe recoger la obligatoriedad de aplicar salarios iguales y, en caso de incumplimiento, sancionar a las empresas.

La ley anti-tabaco demostró que se puede legislar y cambiar los hábitos de la población cuando existen razones de peso para ello, incluso cuando la ley afecta a los intereses directos de millones de ciudadanos. Los fumadores han aceptado la lógica aplastante de que no se puede obligar a fumar a los demás.

¿Acaso hacen falta razones para explicar que una mujer debe ganar lo mismo que un hombre cuando realiza el mismo trabajo?

¿Acaso no hay suficientes razones para que el Congreso de los Diputados mire a Islandia y se atreva a dar el paso?

Parece que, a veces, las cosas más obvias resultan las más complicadas.